Realmente le gustaría que nada se moviera. Las cosas tienen que cambiar siempre. Tienen esa obsesión. Eso le jode.
Imagina vivir tu momento preferido una y otra vez, sintiéndolo igual, eternamente. Imagina congelar un segundo intensísimo y, en lugar de atesorarlo para recordarlo siempre, repetirlo toda la vida, enorme.
Pero no.
Tiene que venir el tiempo, impertinente, o la rotación planetaria, o el curso de la galaxia a joderlo todo y mover los segundos para que de los cenits uno pase a los entreactos, de los crescendos a los medios tonos, y todo vuelve a moverse para mandar los segundos intensos a paseo. Para convertirlos en un recuerdo almacenado entre polvo y cucarachas en los rincones de su cabeza.
Para dejarle abandonado en un desierto de horas mediocres, sin siquiera un aviso de cuándo se dejará ver el próximo oasis emocional.

El día que me vaya no se lo diré a nadie, Kiko Amat

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