Hay un dolor del que no sabes cómo escapar. No puedes aplacarlo con palabras. Si al menos hubiera alguien con quien hablar. Puedes andar. Primero un pie, luego el otro. Inspirar, espirar. Beber del arroyo. Mear. Comer tiras de venado. Dejar su cecina en el camino para los coyotes y los arrendajos. Pero es una pérdida que no puedes metabolizar. Está en las células de tu cara, en tu pecho, detrás de los ojos, en los pliegues de tus entrañas. Músculo nervio hueso. En todo tu ser.
Al andar lo impulsas hacia delante. Cuando sueltas el trineo y te sientas en un tronco caído y... Te lo imaginas a tu lado, hecho un ovillo en la mancha de sol o tumbado encima de tus pies. No te encuentras muy bien. Entonces el Dolor se sienta junto a ti, te rodea los hombros con su brazo. Es tu mejor amigo. Constante. Y por la noche no puedes soportar oír tu respiración sin el contrapunto de otro aliento, y bajo la gran quietud se oye, como una banda sonora, el estruendo de la catarata de todas las cosas que te van arrebatando. Entonces el Dolor se tiende a tu lado, pegado a ti. Ni siquiera te molesta con el ruido de su respiración.

La constelación del Perro, Peter Heller

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