El peligro nos atrae porque nos hace sentirnos vivos. La tristeza, por otra parte, nos hace sentir con más intensidad. Cuando somos felices no sentimos, vivimos. Vivimos sin darnos cuenta. Que es de lo que debería tratarse. Pero eso no nos basta. Somos como yonquis de nuestra propia pena. Y, al final, a todos nos gustan las películas tristes. Si no jodemos nuestra vida no estamos contentos. De eso, en literatura, se podría hablar mucho. La vieja herencia romántica. Ese maldito yo, que decía Cioran (no sé si dándole en ese caso concreto el mismo significado, pero da igual; se lo doy ahora yo). Nos gusta sufrir, y nos gusta que nuestros héroes sufran. Rimbaud agonizando con una pierna amputada en una cama de hospital. Gérard de Nerval colgando de una verja en un apestoso callejón de París, con la chistera puesta y el cuervo que él mismo había amaestrado revoloteando a su alrededor. Edgar Allan Poe echando los hígados en una calle de Baltimore. Baudelaire, afásico y loco.
Sí, nos gusta sufrir. Finalmente, con la vida ocurre algo parecido a lo que según dijo Churchill ocurre con los gobernantes: acabamos teniendo lo que nos merecemos. Y cuando se nos acaba lo que tenemos, volvemos corriendo a por más.

¡Que te follen, Nostradamus!, Roger Wolfe

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